Macanudo de Liniers

Macanudo de Liniers
"¿Y si no fuésemos otra cosa que los brazos de una voz?" Decir. Maliyel Beverido

martes, 11 de agosto de 2015

Coronada de moscas (Fragmento) Margo Glantz



Margo Glantz (1930) Novelista, cuentista, ensayista, traductora, académica.


TERNERA ACOSADA POR TÁBANOS


Podría describirla
¿tenía nariz ojos boca oídos?
¿tenía pies cabeza?
¿tenía extremidades?
sólo recuerdo al animal más tierno
llevando a cuestas
como otra piel
aquel halo de sucia luz
 voraces aladas
sedientas bestezuelas
infamantes ángeles zumbadores
la perseguían
era la tierra ajena y la carne de nadie
tras la legaña
me deslumbró el milagro mortecino
la víspera el instinto la mirada
el sol nonato
¿era una niña un animal una idea?
ah señor
qué horrible dolor en los ojos
qué agua amarga en la boca
de aquel intolerable mediodía
en que más rápida más lenta
más antigua y oscura que la muerte
a mi lado
coronada de moscas
 pasó la vida.

Blanca Varela


 ***

Quizá peco de obsesiva. Ese pecado se agiganta cuando hablo de la India. ¿Por qué no hablas del terremoto en Chile, de la tragedia atómica del Japón, de la crisis monetaria, de la invasión aliada a Libia, de la necesidad de crear un estado palestino o de la guerra contra el narcotráfico, me preguntan discretamente mis amigos más cercanos? Sin pensarlo dos veces, de manera automática, vuelvo a las vacas, las de siempre, las que, como es sabido, abundan en el subcontinente asiático. Son sagradas aunque mal nutridas (dato que asombra a algunos de mis lectores). A veces, el polvo amarillo con que se decoran la frente los brahmanes proviene de sus excrementos, puede provenir también de la madera de sándalo cuando la tintura es roja: ¡curiosa combinación! Parecería que allí las cosas permanecerían estáticas, mejor, parecería que el tiempo fuera distinto en la India al de otras latitudes. Es evidente que muchas cosas han cambiado pero también difícilmente otras se movilizan. En el lapso de cinco años transcurrido entre mis tres viajes a ese país, aun lo aparentemente banal se ve distinto a simple vista: se modernizan los edificios públicos (el aeropuerto de Delhi es ya casi de primer mundo), muchos motociclistas usan casco, las calles de Agra se vuelven más inseguras, los guías advierten que se deben cuidar las pertenencias, mantenerse agrupados por temor a los carteristas, pues a pesar de las multitudes que deambulan por las calles ese país era asombrosamente seguro; en un sentido más profundo es evidente que también se han alterado los usos y costumbres: se han relajado los ritos alimenticios ligados a lo religioso, se ha logrado cierta movilidad entre las castas, los privilegios de los maharajás fueron en parte abolidos, se advierte una mayor movilidad social, pero se ha deteriorado la calidad de los productos artesanales, se han extinguido varias especies animales, las selvas desaparecen y el abandono del campo por la ciudad se acelera: India con sus desigualdades sociales se convierte en aras del progreso en uno de los países del futuro.


Con todo, lo antiguo permanece: Muhammad Nizamuddin, místico sufi del siglo xiii, fue un sultán benévolo y tolerante que como san Francisco y el Buda optó por la pobreza y quien sin distinción de clase ni de culto acogía a los peregrinos que lo visitaban. Su dargha o mausoleo está situado cerca de la estación de ferrocarril del mismo nombre y del monumento de Humayún en Delhi; al lado se veneran otros sepulcros como el del poeta persa del mismo periodo Amir Khusrau, con quien simbólicamente el santo dialoga aún y dialogaba mientras vivía. Un barrio cerrado –típicamente musulmán– con callejuelas intrincadas cada vez más repletas de creyentes, de mendigos, de mujeres veladas, de refugiados provenientes de Bangladesh, limosneros, ropavejeros, puestos y tiendecitas donde se venden objetos de culto: tasbis (o rosarios), libros de oraciones, gorras tradicionales, trasiego de droga, perfumes, comida barata y flores, miles de rosas –sus pétalos desparramados– cubren el piso y el sepulcro. Un barrio venerado por creyentes musulmanes y por peregrinos de otras religiones que acuden a visitar la tumba.


Las mujeres sólo podemos asomarnos al santuario, un letrero nos prohíbe la entrada y a las extranjeras se nos invita a depositar nuestra limosna en un recipiente custodiado por un devoto. Detrás del sepulcro una celosía de mármol; algunas musulmanas tratan de introducir las manos para tocarlo y sus intentos son recibidos con violencia por los vigilantes: son apaleadas sin compasión. Antes de penetrar en la zona debemos cubrirnos la cabeza, descalzarnos (los brahmanes nunca usaban zapatos en el interior de sus casas, el mismo maharajá no los usaba, obviamente tampoco los musulmanes). El piso, increíblemente sucio. Se perciben mezclados los olores, tanto el de las rosas como el de la basura en descomposición. El cuidado del sitio y la manutención de los pobres corre a cargo de la comunidad y las limosnas de los visitantes. El sufismo es conocido por sus derviches giratorios, pero los adeptos de Nizamuddin cultivan la música y el canto: cada jueves al anochecer se celebra un concierto en la plaza cercana al sepulcro, es el día de la remembranza, el recuerdo nostálgico de un tiempo paradisíaco.

En la plaza estanques alargados repletos de agua donde los devotos realizan sus abluciones y donde sin pudor suelen asearse exhibiendo sus partes nobles. Estuve allí con varios amigos, uno de ellos, residente en Delhi desde hace varios años, me llevó antes de que comenzara el espectáculo a una diminuta perfumería situada en el recoveco de una calle, donde compré varios perfumes y no lejos, en un puesto miserable, un tasbi.


Hablando de perfumes acaba de llegar a mis manos un bello libro, El olor de alcanfor, escrito en urdu por Naiyer Masud, escritor musulmán nacido en Lucknow: …inhalar el aroma de alcanfor sólo provoca una sensación de desolación, afirma; luego, la revelación de algo en esa desolación…algo que ya existía antes de la concepción del extracto…


Masud nació en 1936, es alto, enjuto, enseña el persa en la universidad, usa anteojos, o mejor dicho, quevedos…


***


La primera ciudad que conocí en la India fue Delhi. Llegué con mi hija Alina. Me llamó la atención en el aeropuerto ver a algunos hombres con la barba y la cabellera teñidas de rojo –la henna (en español alheña)– tinte natural que utilizan sobre todo los varones, también verlos escupir algo que parece sangre: las hojas de betel que continuamente mastican mancha sus dientes como si padeciesen una enfermedad maligna en las encías.


(Admiro en el museo Guimet de París una exposición dedicada al antiguo reino musulmán de Lucknow, en el norte del país, hay miniaturas, manuscritos, objetos suntuosos, destacan varias cajitas esmaltadas donde se guardaba el betel.)


Hombres con grandes mostachos de muy diversas formas: una de las numerosas líneas de demarcación permanentes que fueron establecidas en la India para diferenciar a las clases sociales entre sí, distinciones que poco a poco van desapareciendo. Un caos indescriptible antes de recuperar el equipaje: se me cayó el alma a los pies: llevaba mucho tiempo planeando esta visita, al grado de que me tenía envidia a mí misma. Después de abrirnos paso entre las personas que atestaban los pasillos del aeropuerto, ya en la calle y atravesando una barrera infinita de gente, nos esperaba un hombre enjuto de tez oscura enarbolando un letrero, también él con la cabellera o lo que le quedaba de ella teñida de rojo, los dientes pintados de ese mismo color: el que cubre la palma de las manos de las bailarinas o las de las estatuas que representan a las diosas. Un chofer andrajoso nos hizo subir a un coche color crema cuyo estilo me remontó a los años cuarenta, a mis épocas de niña, cuando con mi hermana Lilly paseábamos por el parque México al lado de la fuente decorada con la estatua desnuda de una mujer, estilo art decó, que presidía nuestros paseos por ese barrio.


De manera imperceptible fuimos llegando a la vieja Delhi, sus calles desbordadas de gente, su tráfico desmesurado, sus mendigos, sus peatones y el polvo, ese polvo sempiterno que lo asfixia todo. Nuestro hotel, no lejos de Khan Market, punto de reunión (hay tiendas de muebles y adornos, joyerías, pequeños almacenes, algún cafecito, restoranes de comida occidental): allí empiezan a encontrarse o a perderse las dos ciudades, la vieja Delhi, con su espléndido pasado mogol y sus imponentes edificios, sus calles retorcidas: me causa espanto su hermosura.


He visitado tres veces la India. En mi segundo viaje me hospedé en la nueva Delhi construida por los ingleses; pasé por la Puerta de la India, arco triunfal semejante al que en Bombay mira hacia el océano; cerca, edificios de tipo occidental albergan oficinas de gobierno; alrededor enormes parques y avenidas, un club de golf, hoteles de lujo y algunos monumentos antiguos, además, Santushti, un atractivo centro comercial con un pequeño restorán donde se come a la europea.


El aire, escribe Octavio Paz, es un miasma acre y pesado.


***

Nuestra primera escala era París, dormiríamos allí. Llegamos al caer la noche, dejamos las cosas en el hotel y paseamos durante horas por el Barrio Latino. Una bella exposición de fotografías sobre la China actual adornaba las rejas del parque de Luxemburgo. En las imágenes podían verse regiones que empiezan a dejar de ser rurales, la industrialización, grandes carreteras y presas en construcción, en suma la modernidad, el primer mundo en el tercero. La imagen del futuro, un futuro incomprensible: me atemoriza.


A la mañana siguiente casi perdemos la conexión, no nos despertaron en el hotel y se me ocurrió –cosa que jamás hago– tomar el metro rumbo al aeropuerto, las valijas habían sido facturadas hasta Delhi. ¿Miedo a enfrentarme a ese país que me obsesiona? Sin aliento, llegamos a tiempo de agregarnos a una enorme cola para subir al avión de Air France: la mayor parte de los viajeros eran indios. Subimos por fin y a la noche siguiente –¡otra noche!– desembarcamos en el aeropuerto repleto, pequeño, ineficaz, caótico. En el hotel nos esperaban los otros cinco miembros del grupo. Nos abrazamos con entusiasmo, Renata detrás de un pilar, Luz vestida a la moda india y los demás distintos, como si ya estuviesen aclimatados, como si en lugar de haber pasado tres días en la ciudad llevasen varios meses. Mario con la manga del brazo derecho vacía, sin su prótesis habitual y a quién antes de saludarlo le pregunté ¿Y dónde dejaste tu brazo? ¿Ya te volviste indio? ¿Viniste a pedir limosna?


Alina y yo éramos las novatas. Nos cuentan sus peripecias, acaban de mudarse de hotel, el anterior situado en un barrio sucio e inhóspito. Para ir a Connaught Place, lugar central en la ciudad, atravesaron un pasaje subterráneo donde se congregan los niños mutilados, esos niños quebrados desde la infancia, reconstruidos para pedir limosna con sus brazos o piernas colocados en lugares inverosímiles, también los ciegos y los que ostentan sus muñones; cerca, un estacionamiento de motos y bicicletas (algunas, casi fierro viejo amontonado y sin embargo útil), en un rincón un hombre postrado con su camisa blanca desgarrada y sucia, esquelético –hueso puro–, el bajo vientre desnudo y entre las piernas abiertas de par en par un brasero encendido. ¿Trataba de entrar en calor? ¿Era un leproso? ¿Se inmolaba a algún dios de entre los miles que pueblan el panteón hindú para pagar una culpa? ¿Un suicidio o un rito de incineración prematura e incompleta?


Entre contorsiones el hombre agonizaba. Los transeúntes pasaban a su lado sin mirarlo siquiera, como si fuera algo natural. Mis compañeros avanzaron rápidamente para dejarlo atrás, visitaron el bazar y comieron luego una sopa de lentejas en un restorán popular. De regreso vieron al lado de un templo varios hombres vestidos de mujer con sus saris y su lunar rojo en la frente. Al llegar al tiradero de motos el mendigo yacía muerto, el brasero apagado y sus genitales más oscuros que el resto de su cuerpo.


Esa experiencia fue decisiva para Renata, sólo en contadas excepciones pudo disfrutar del viaje...


A la mañana siguiente busco un zapato perdido debajo de la cama, alargo el brazo derecho, trato de recuperarlo y una espesa pelusa se me adhiere a las manos.


***


Abundan los pájaros en las grandes extensiones de las construcciones musulmanas que Delhi alberga; sobrevuelan o se posan sobre las cúpulas y se retan: son halcones, águilas, cuervos, muchos cuervos, también pájaros más pequeños.


Hay pichones también ¿dónde no los hay?


Un impresionante parque rodea el mausoleo de Humayún; veo muchos niños uniformados como escolares ingleses de otros tiempos, sus madres visten saris de colores inverosímiles, tanto por su estridencia y por la combinación de tonos insólitos, como por su belleza. Se entra al recinto por una puerta roja que conduce a una avenida; al fondo se entreven las primeras tumbas reales; me confundo cuando veo un hermoso edificio colorado con ventanas bordeadas por un encaje de mármol, creo estar frente al sepulcro del gran sultán; en verdad es un edificio más modesto, más humilde, a pesar de su imponente elevación, el intenso color de la piedra, los arabescos de encaje de las ventanas y su porte majestuoso.


En la explanada –mi tercera visita a Delhi, febrero del 2010– veo un espectáculo incongruente: varios muchachos y muchachas indios, vestidos a la última moda (los chicos con jeans y chamarras, las chicas con minifalda, leggings y tenis Nike o Converse) bailan al son del rock que sale de un tocadiscos gigante y los camarógrafos filman una comedia musical para las grandes compañías fílmicas de la India, ésta parece ser una de las subsidiarias de Bollywood, la principal, me dicen que se llama Collywood. Copian, ¿se inspiran? en la última secuencia de la película de Danny Boyle, Slum Dog Millionaire, tan criticada en los periódicos y revistas indios por denigrar a su país, pero motivo de imitación jolivudesco, aunque la comedia musical y la música pop formen parte de la tradición del cine indio.


¿Cómo no conmoverse ante tantos hermosos jóvenes de ojos negros y dientes blanquísimos, distintivamente indios, bailando al ritmo de la música occidental y ataviados como colegiales de campus universitario estadounidense frente al mausoleo de un sultán?


La música se interrumpe de repente y también el movimiento convulsivo de los danzantes; se quedan pasmados, juegan a las estatuas de marfil. Cuando se reinicia la música, retoman su ritmo enfebrecido. Los miro embobada, me atrae este juego entre la turbulencia y el total estatismo. ¿Qué significa? ¿Es un ritual? ¿Algo deliberado? ¿Corrigen algún defecto en cada una de las tomas? ¿Simple capricho de los directores? No alcanzo a descifrarlo, lo consigno: cualquiera que sea su sentido, es fascinante como espectáculo.


(Más adelante, al volver a visitar Jaipur, admiraré en la gran explanada del fuerte, repleta de turistas indios y extranjeros, a otro grupo de jóvenes que bailan al son de una música muy moderna; la única diferencia: sus vestidos, aquí los tradicionales de la región, el Rajastán; los danzantes, igualmente acompañados de música roquera, se detienen de repente, se paralizan, detenidos a mitad de un gesto sinuoso para reanudar de inmediato su bamboleo como si fuesen fantoches; al fondo, un conjunto de uniformados con ropajes suntuosos enarbolan sus estandartes como en otros tiempos; indago, se trata de otra filmación, me dicen que es ahora sí de Bollywood, tal vez me equivoque y sea la misma compañía trasladada a diversas regiones del país: las películas se filman y luego se doblan en las diferentes lenguas habladas allí.)


Sigo caminando hacia el monumento verdadero, el que contiene el mausoleo de Humayún. Un enorme jardín con numerosas bancas donde se congregan familias enteras, las mujeres vestidas con los mismos saris de colores deslumbrantes y su lunar bermellón en medio de la frente; los ojos de los niños muy negros pero sus uniformes escolares combinan el beige y el café o el verde seco, los hombres usan pijamas, dhotis, kurtas o ropa occidental. A los brahmanes se les prohibía usar pantalones, sólo dhotis, esa tela de algodón enrollada entre las piernas, tan semejante a un pañal...


Sobre la gran cúpula blanca, las águilas y los halcones juegan; cerca, se disputan el sitio los pichones: la excepcional blancura del mármol se ennegrece a trechos siguiendo el ritmo de las aves. Me aproximo, al fondo el verdadero mausoleo. Entro, ante mis ojos emerge inmensa, con sus tonalidades escarlata, la tumba del sultán, el soberano opiómano, pero sabio.


Dice Thomas de Quincey en su libro Confesiones de un opiómano: mi intención al escribir estas páginas fue no sólo denunciar el terrible poder del opio usado como paliativo para calmar la enfermedad y el dolor, sino señalar cómo provoca también el noble y nebuloso mundo de los sueños (ese espejismo de los románticos tan admirado por Baudelaire: los paraísos artificiales).


Repuesta de mi asombro, admiro los relieves inscritos en mármol blanco sobre la piedra sanguinolenta, signo característico de la arquitectura mogol; apenas distingo los rosetones de esmalte verde, y casi invisibles, las volutas negras que pronuncian el nombre de Alá sobre los remates de la tumba. Ordenados jerárquicamente a su alrededor, otros sepulcros más pequeños; en varios de ellos descansan alguna de sus esposas, sus hijas y sus hijos…


A finales de los cuarenta, cuando los ingleses se retiraron de la India y la provincia de Pakistán se convirtió en un país independiente de religión musulmana, millares y millares de quienes profesaban creencias diferentes fueron perseguidos y asesinados; muchos de los que lograron huir acamparon en los inmensos y amenos jardines que rodean la tumba de Humayún. ¿Justicia poética?: los exilados hinduistas, jainitas, sikhs –¿asimismo budistas y parsis?– encontraron refugio bajo la égida de un antiguo y benévolo emperador musulmán. Los pavos reales, pájaros emblemáticos, pasean inmutables, amenizando con su orgullosa cola los verdes espacios cuidados con gran esmero.


tras la legaña
me deslumbró el milagro mortecino
la víspera el instinto la mirada
el sol nonato


***


De manera intempestiva, Ariel regresa al hotel. Desde el espejo del baño, lavándose los dientes con su cepillo, el mozo del hotel lo mira despavorido.

Cuando tenía trece años y vagaba solitario por las calles de Londres, Thomas de Quincey empezó a tomar opio; intentaba así mitigar los dolores reumáticos y dentales que lo aquejaban.


***


El colmo de la belleza y la multiplicación, el grande y célebre templo jainita de Ranakpur en el Rajastán, con sus mil cuatrocientas cuarenta y cuatro columnas, todas diferentes y primorosamente labradas, varias cúpulas muy elaboradas y estatuas desnudas de relumbrantes ojos negros y adornos dorados. ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! Asocio de inmediato con el Vasa, ese barco sueco, elaborado con maderas preciosas y adornado con estatuas en bajo relieve que representaban la victoria anticipada contra los enemigos germanos y que, recién inaugurado, se hundió en las aguas del Báltico. Rescatado y restaurado, puede admirarse ahora en un museo.


La pobreza extrema de los santones jainitas se enfrenta a la profusión de columnas marmóreas: un guía musulmán me dice en Kajuraho, con tono rencoroso, sí, no hacen mal a nadie pero qué buenos son para ganar dinero.


***

Son cerca de las 9:45 de la noche en el hotel Taj Mahal de Bombay: en casi todas las ciudades importantes de la India hay varios hoteles magníficos y algunos de ellos pertenecen a esta cadena. En Calcuta me alojé en uno bellísimo, me produjo culpa dormir en habitaciones suntuosas y comer delicados platillos indios o internacionales. Los indios de las clases superiores que viven hace siglos dentro del sistema de castas parecen no sentir ninguna. A fin de cuentas, los intocables lo son porque han cometido innumerables faltas graves en su pasado anterior.


Se oyeron ruidos inusuales: nadie sospechaba que fueran disparos. ¿Cómo imaginar algo semejante en un edificio construido a fines del siglo XIX para perdurar? La fachada del Hotel Taj Mahal me recordó la antigua estación de ferrocarril londinense de la época victoriana, Saint Panncras, previa a su modernización, con su falso gótico, sus ladrillos, sus torres fantasmales. Admiré ese conjunto de edificios frente al malecón, cerca del arco triunfal conocido como la Puerta de la India, ya mencionada, primera construcción que los pasajeros de los navíos procedentes de las islas británicas y del lejano y cercano oriente veían al llegar a Bombay, hoy Mumbai, ciudad construida junto al océano.


¿Cómo concebir que un día cualquiera pudieran alterarse de repente las conversaciones de negocios, las lujosas bodas y otro tipo de ceremonias celebradas en el famoso hotel? ¿Cómo entender que esa alteración fuese producto de una ominosa presencia, la del terrorismo? ¿En el hotel Taj Mahal? Baluarte bien resguardado contra los ataques fortuitos, gracias a los soldados que con armas perfeccionadas y puertas blindadas pueden detectar cualquier irregularidad mediante las técnicas más sofisticadas. Dos hombres armados con cuernos de chivo irrumpen en el elegante lobby del hotel, cubiertos sus pisos de mármol con grandes tapetes del tamaño de una pequeña piscina, semejante a la verdadera, cerca de la cual algunos huéspedes todavía conversan alegremente con sus copas de vino o sus vasos de whisky y ginebra en la mano. Dabir Bains, dueña de una boutique de ropa interior de alta costura, está con varios de sus amigos al lado de la alberca, hacen bromas, beben, degustan los manjares y, de repente, oyen las detonaciones. Las risas se trasmutan en gritos de terror. Se precipitan hacia las escaleras y con otros comensales y huéspedes del hotel se esconden debajo de las mesas del restorán principal, tratando de mantener la calma, a pesar del estruendo. En el lobby, hombres enmascarados y charcos de sangre enturbian el suntuoso piso de mármol.


Dos semanas antes había estado comiendo allí con unos amigos.


***


Viajar como turista tiene sus ventajas y sus problemas. Observación obvia, pero pertinente. Las cosas se ven desde arriba, con precaución, o más bien de lejos, en un país como éste. Pensaba que mi experiencia era única, como si sólo yo y los que compartieron conmigo mi primer viaje a la India hubiésemos visitado ese territorio extenso y archi poblado. No es así, otra conclusión convencional. Hablamos de nuestras experiencias como si ese itinerario hubiese sido realizado por Marco Polo o Cabeza de Vaca in illo tempore: en realidad, en cualquier reunión donde haya más de cinco personas, una por lo menos ha recorrido esos parajes y ha resentido parecidos y simultáneos sentimientos de rechazo y de fascinación.


Otra de las plagas recurrentes que asaltan a los viajeros es visitar muchos lugares al hilo, con la consecuencia inmediata de que los lugares se vuelven borrosos. Quizá la fotografía que los otros sacan podría hacer que los recuerdos regresen con nitidez. Dos miembros de nuestro grupo de turistas –Alina y Raúl– son fotógrafos profesionales y lograron vistas maravillosas de la India. Repasándolas, soy capaz de recordar con mayor claridad mis impresiones.


***

En mi caso, lo confieso abiertamente: odio viajar con cámara fotográfica por mi torpeza e incapacidad para enfocar o sostener con mano firme el aparato; pienso además que ciertas gentes viajan sólo para tomar fotos y mostrarlas orgullosamente cuando regresan a su lugar de origen y, no importándoles en absoluto los sitios que han visitado, muestran con orgullo las fotos obtenidas sin esfuerzo mediante una cámara digital. Serían apenas desvaídos imitadores de los personajes creados por Borges, Cortázar o Coleridge, quienes al regresar de su visita a parajes arcanos, inexistentes e inverosímiles, llevan en la mano como única prueba irrefutable de su aventura una flor, un libro, un pañuelo.


***

En 2008 volví a Delhi y me alojé en el hotel Ashok en un barrio residencial; desde allí tomé un coche manejado por un chofer sikh de enorme turbante, alto y robusto, rostro oliváceo y ademanes ceremoniosos, para dirigirme con varios amigos a la vieja ciudad. Fuimos por avenidas amplísimas y arboladas a una velocidad alucinante; pasaban coches de todos los tamaños, pero sobre todo ricshos de bicicleta o motocicleta, tuc-tucs pintados de verdes y amarillos detonantes (en cada ciudad se usan colores distintivos, siempre primarios y contrastados) (he comprado un imán en forma de riksho que adorna la puerta de mi refrigerador), luego empezaron a aparecer algunos asnos, unas cabras y una vaca: es más bien un cebú: en las zonas rurales, su excremento y el de los búfalos se utiliza como fertilizante o se emplea como combustible para cocinar e igualmente sirve para hacer tabiques, cosa común en el campo mexicano desde hace varios siglos, para cocinar y calentar agua, tomando eso sí la simple pero necesaria precaución de tapar herméticamente la olla, de otra forma el hedor sería imposible de soportar.


Sólo los parias pueden consumir carne de vaca, cuando éstas mueren de enfermedad o de inanición; asimismo, algunos intocables se ocupan de preparar y teñir el cuero: los he visto y olido cuando trabajan en algunas de las ciudades que he visitado en mis tres periplos por este subcontinente asiático.






*Glantz, Margo. Coronada de Moscas. Editorial Sexto Piso, México, 2012.

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